Acabo de entrar en esta mansión
y lo primero que tengo que hacer es acomodar la vista al cambio de luz. Parece
que la inmensidad de la casa la convierta en un micromundo alejado de todo lo
que ocurre fuera. Ahora veo lo que ensombrece los enormes ventanales. Las
cortinas son largas, pesadas, tupidas y negras. Se tragan toda la luz que llega
de un día tan soleado como el de hoy, porque a pesar de la ausencia de nubes
fuera y de la enorme luminosidad que podría tener esta mansión, las cortinas
obligan a iluminar la casa con luz artificial. Además resulta curioso, las
lámparas están colocadas de un modo totalmente estratégico, permitiendo caminar
sin tropezarte con nada, pero no dejan ver en detalle qué es lo que hay sobre los
pocos muebles que veo.
Además de lo sorprendente de la
oscuridad de este hogar, hay otro detalle que no puedo pasar por alto: todo
está donde debe estar. Aunque en un primer momento, mientras me acomodaba al
cambio de luz, no he visto más que las siluetas del mobiliario, ahora me doy
cuenta que todo, absolutamente todo, está alineado en diferentes niveles.
Podría trazar líneas rectas de un mueble a otro, de un cuadro a otro, de una
silla a otra.
—Don Enrique acaba de llegar. Voy a ayudarle a sacar las cosas
del coche. Recuerde no correr las cortinas antes de que volvamos.
Me tranquiliza la idea de
pensar que podré darle luz a la inmensidad de esos salones sin paredes. Si
pretenden vender la casa, las fotografías que quieren que haga deberían potenciar
lo mejor de ella, y lo tienen tapado como si de la morada de un vampiro se
tratara.
Justo a la derecha de donde me
encuentro, hay una enorme escalera curvada que sube a un segundo piso en el que,
imagino, estarán las habitaciones. Creo que mejor espero a que vuelvan a
enseñarme la casa. Necesito más claridad para explotar toda la majestuosidad de
esta vivienda. Mientras espero, el silencio absoluto que me envuelve, se ve perturbado
por el ruido sordo de un balón de baloncesto bajando por las escaleras. Y lo hace
de tal modo que sigue la curva que éstas hacen y continúa su camino hasta
quedar bajo la falda de una de las cortinas.
—¿Hola?
Creía que no había nadie más en
la casa, pero parece obvio que la pelota, aquí como en cualquier otro lugar,
debe haber sido empujada por alguien, o por algo. Esto ha resultado perturbador
de la inmovilidad del ambiente y de sus líneas perfectas.
Voy a subir a mirar de donde ha
salido el balón. Viendo que el mayordomo y Don Enrique tardan, voy a satisfacer mi curiosidad. Subo
lentamente las escaleras, tengo la sensación de que un ritmo más elevado alteraría
el ambiente. Una vez arriba, me encuentro con un descansillo enorme con una
mesita y dos butacones presidiéndolo.
No tengo idea de por donde ha
venido la pelota. Miro a los dos lados del pasillo, no puedo ver el final. Y
tampoco ninguna puerta abierta. A diferencia de los salones de abajo, aquí sólo
hay dos lámparas, una al inicio de cada uno de los lados. Mi curiosidad no es
superior todavía a mi saber estar. Así que voy a preguntar de nuevo antes de
volver abajo, si alguien en alguna habitación, podría responder a mi llamada.
—¿Hola?
Y tengo suerte. Una puerta se
abre. Pero no sale nadie de ella. Estoy empezando a sentirme actor de una
película de terror, y para hacerle honor a esa sensación, me dirijo hacia esa
puerta. Con lo poco que está abierta, sólo puedo entrever algunos muebles de la
habitación, y veo claramente que debe ser la de un niño. Creo que debería
tranquilizarme, pero la situación en aquel ambiente tan frío, inmóvil y oscuro
no deja que lo haga. Abro la puerta por completo para terminar de golpe con
aquella intriga, y me encuentro a un niño de unos 10 años sentado en una silla
mirando a la nada mientras se balancea sobre si mismo.
No me mira, pero advierte mi presencia.
—¿Jaime?
—Pelota.
—Buenos días, Jaime.
Por la mirada que tiene y esos
movimientos estereotipados, advierto que Jaime no va a parar hasta que vuelva a
tener la pelota con él.
—Pelota.
—¿La pelota que ha caído al piso de abajo es tuya?
—Pelota.
Como esperaba, no responde a
nada. El mejor modo de conseguir que
conecte conmigo y de tranquilizar a Jaime, es bajando a por el balón. Así que
recorro de vuelta el camino hecho y lo cojo de debajo de la cortina. Teniéndola
tan cerca, noto su pesadez y lo tupida que es. Ahora que sé que es la casa de
Jaime entiendo tanta oscuridad. Subo de nuevo y le llevo la pelota. Sigue sin
mirarme.
Se levanta y me coge la pelota
de las manos. Vuelve a sentarse, ahora con un balanceo más pausado, abrazado al
balón.
—Pablo.
—Hola
Jaime. Sí, soy yo. No nos veíamos desde que saliste del Hospital. Me alegra
volver a verte. Tienes una casa muy bonita.
—Pablo.
Jaime se levanta de la cama y
guarda el balón en el armario. Se acerca al escritorio y coge las gafas de sol
que tiene guardadas en uno de los cajones. Se pone a mi lado y se dispone a
salir de la habitación.
—Pablo,
ven.
Conozco poco al chico, en los
dos meses que pasamos juntos en el hospital nos hicimos muy amigos, pero creo
que no me equivoco cuando intuyo que va a ser él el que me muestre la casa con
las cortinas corridas. Y me alegro, porque el mayordomo y Don Enrique parecen
comportarse como si no tuvieran invitados en la casa.
Cuando Jaime ha corrido sólo un
par de cortinas entra su padre dando voces.
—¡Jaime,
hijo!
En cuanto Don Enrique entró en
la casa Jaime volvió a correr las cortinas haciendo caso omiso a mi presencia.
—Jaime hijo, no lo hagas. Vamos a correr todas las
cortinas los dos. Si Pablo ha venido a visitarte, podemos enseñarle la casa
juntos. ¿Está aquí Pablo?
© Carola C. Ballesteros
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada